Julia estaba sentada en silencio junto a un árbol en el jardín, con el corazón lleno de confusión. Las imágenes de aquel día se repetían una y otra vez en su mente: su madre, Begoña, sujetando la mano de otro hombre en un momento lleno de intimidad. El frágil corazón de Julia parecía romperse en mil pedazos. No podía aceptar lo que había visto.
“¡No quiero verte más, mamá!” Julia había gritado en la cocina ese día, su voz rasgando el aire. Digna, la abuela de Julia, la había llevado a un rincón, dejando a Begoña sentada con la mirada vacía. Después de que Julia se marchó, Digna regresó y se sentó junto a Begoña. “Ella necesita tiempo, Begoña,” le dijo Digna con tono suave. “Cometiste un error, pero eso no borra el hecho de que eres su madre. Sé paciente y no te rindas.”
Una semana después, Julia entró en la habitación de su madre, viendo a Begoña sentada en una silla, cosiendo en silencio. “Mamá…” Dijo la niña, su voz temblorosa. “¿Te arrepientes?” Begoña asintió, con los ojos enrojecidos. “Me arrepiento, más que cualquier otra cosa.” Julia no dijo nada más, pero se acercó y, por primera vez en semanas, se sentó junto a su madre. Digna observaba desde lejos, sonriendo aliviada. La semilla del perdón había sido sembrada. Con el tiempo, las heridas en el corazón de Julia comenzaron a sanar. Begoña no dejó de mostrar su amor por su hija. Cocinaba los platillos que a Julia le gustaban, le contaba cuentos antes de dormir y siempre dedicaba tiempo para escuchar sus pensamientos y sentimientos.