Begoña estaba sentada junto a la ventana, la luz suave de la tarde filtrándose a través del cristal, creando destellos de luz sobre sus manos. Miraba hacia afuera, pero sus ojos no se enfocaban realmente en nada. Solo sentía la ansiedad, el dolor oculto que no podía liberar. Cada vez que pensaba en Julia, su corazón se aceleraba. Su hija, que solo tenía 10 años, ya no era la niña alegre e inocente de antes. La mirada de la pequeña al ver a Andrés ahora solo reflejaba ira y dolor.

Esa era la consecuencia de una decisión que Begoña nunca pensó que tendría que enfrentar. Desde que Julia los vio besándose, todo cambió. La niña ya no se reía con sus compañeros en clase, y cada vez que veía a Andrés, su mirada parecía querer destrozar todo lo bueno que quedaba en su familia. Begoña no podía hacer nada más que mantener la distancia con el hombre que amaba. Andrés, sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse. Begoña, ¿no lo ves? Lo que sentimos es tan fuerte. ¿Por qué tenemos que huir? Se acercó a ella, mirándola a los ojos con determinación, pero también con tristeza.

Por Julia, respondió Begoña, con la voz temblorosa. —Ella es tu hija, pero también es mi hija. No puedo dejar que siga sufriendo por nuestra felicidad. Andrés permaneció en silencio por un momento, luego suspiró. Entonces, dile a Julia la verdad. Que no queríamos hacerle daño. Que nuestro amor no es un error. Begoña negó con la cabeza, la sensación de ahogo en su garganta le impedía decir una palabra. Andrés, Julia solo tiene 10 años. No puede entenderlo. Y aunque lo hiciera, no quiero obligarla a aceptar algo que su corazón no quiere.

En los días siguientes, Andrés no dejó de intentarlo. Se encontró con Julia en el parque, trató de entablar una conversación, pero ella solo giró la cabeza sin decir una palabra. La niña estaba fría y distante, señales claras de que todo esfuerzo de Andrés era en vano. Begoña observaba desde lejos, su corazón se rompía cada vez que veía a Julia de esa manera. Una noche, cuando ya era tarde y la habitación solo se iluminaba con la cálida luz amarilla, Julia de repente le preguntó: Mamá, ¿por qué no le dices a Andrés que lo odio? Begoña guardó silencio, las palabras parecían estar atrapadas en su garganta. Abrazó a su hija con fuerza, dejando que el calor y el amor la envolvieran, pero en su interior sentía un vacío profundo. Porque creo que si nos damos tiempo, vas a entender que todos merecen ser felices.

Julia no respondió. Su mirada era fría, llena de dudas y decepción. Begoña sintió claramente el cambio en su hija, como si una parte de la confianza que alguna vez tuvo en ella se estuviera desvaneciendo. Al día siguiente, cuando vio a Andrés parado solo en el parque, con los ojos llenos de tristeza y perseverancia, Begoña supo que tenía que tomar una decisión. Se sentó, tomó su teléfono en las manos y finalmente decidió enviarle un mensaje a Andrés. Dejemos que el tiempo decida. Si Julia nunca lo acepta, tendremos que aceptarlo. Esas palabras fueron como un cuchillo que cortaba toda esperanza, pero sabía que era la única opción. La felicidad no podía construirse sobre el sufrimiento de un niño.