La noche cayó, y la oscuridad envolvió la vieja casa. Don Pedro estaba sentado solo junto a la ventana, su mirada perdida en el vacío infinito. El dolor por la pérdida de su hijo era un abismo profundo en su corazón, algo que no podía llenar. En ese momento de absoluta soledad, pensó en Digna, la mujer que compartió con él el sufrimiento de la pérdida. Digna, con su corazón comprensivo y su empatía, siempre había sido un apoyo firme para Don Pedro. Juntos atravesaron los días de tristeza, encontrando consuelo en los brazos del otro. La cercanía fue convirtiéndose gradualmente en un lazo invisible que los unió más.
Aunque su corazón estaba con Digna, Don Pedro cargaba con el peso de ser un esposo. Sabía que amar a Digna era un pecado imperdonable. Su matrimonio con doña Inés, aunque frío, seguía siendo un vínculo difícil de romper. Doña Inés, con su apariencia arrogante y fría, parecía no preocuparse por el dolor de su esposo. La vida que compartían era solo una formalidad, una cáscara vacía. Una tarde, bajo la luz brillante del atardecer, Don Pedro decidió decir lo que había guardado en su corazón. Fue a ver a Digna y le confesó sus sentimientos sinceros. Digna, aunque había intentado reprimirlos, no pudo ocultar su emoción. Sabía que este amor era equivocado, pero su corazón no podía detenerse.
La razón le decía a Digna que debía alejarse de Don Pedro, pero su corazón la instaba a acercarse más. En medio de su lucha interna, no pudieron resistir la atracción tan fuerte. El segundo beso, ardiente y lleno de pasión, marcó un punto de inflexión en la vida de ambos. Sabían que habían cruzado la línea de la moralidad y la responsabilidad. Habían cometido un gran error. Sin embargo, no podían negar el profundo amor que sentían el uno por el otro. Habían encontrado en el otro una mitad que les faltaba, una sintonía que nunca habían experimentado con nadie más.