La celda era una caja de cemento gris, fría y húmeda, que absorbía la luz tenue que se filtraba por una pequeña ventana alta. Fina, con el cabello desaliñado y los ojos hinchados por el llanto, miraba fijamente la puerta esperando. El sonido de las llaves al girar fue como una campana que la sacudió de su letargo.
Marta entró, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y determinación. Se acercó a Fina y la abrazó con fuerza, transmitiéndole todo el calor que pudo. “Tengo buenas noticias”, dijo Marta, su voz temblorosa. “Andrés ha encontrado a un abogado, uno muy bueno. Cree que podemos conseguir que te liberen”.
Fina sintió un escalofrío de esperanza recorrer su cuerpo. Había pasado semanas sumida en la desesperación, convencida de que nunca saldría de allí. Las palabras de Marta eran como un rayo de sol en medio de una tormenta. “De verdad?”, preguntó, su voz apenas un susurro. Marta asintió con la cabeza, y Fina se aferró a ella como a un salvavidas.
Sin embargo, la incertidumbre seguía siendo una sombra alargada que la perseguía. ¿Sería suficiente el abogado? ¿Podría demostrar su inocencia en un sistema tan corrupto? Los recuerdos de aquel día fatídico volvían a atormentarla, y la duda se deslizaba en su mente como una serpiente venenosa.