Jana estaba sentada en silencio junto a la ventana, la luz tenue de la lámpara en la habitación no era suficiente para ahuyentar la oscuridad del exterior. La lluvia caía incesante, cada gota como un susurro, como una melodía triste que nunca terminaba. Miraba hacia afuera, donde solo había calles vacías y ramas de árboles moviéndose con el viento. La sensación de soledad la envolvía, como una cortina negra que cubría toda la luz en su vida.
Desde que Cruz ordenó prohibir que los sirvientes se acercaran a ella, Jana sintió que la empujaban hacia un pozo profundo sin fondo. Nadie se acercaba, nadie sonreía, nadie decía una palabra de consuelo. Las miradas frías y distantes de las personas a su alrededor hacían que su corazón se rompiera. Antes había sido la dueña de esta casa, alguien a quien todos respetaban y querían. Pero ahora, solo le quedaban el dolor y la soledad.
En un momento de tranquilidad, sintió claramente cómo la desesperación se alzaba dentro de ella. Jana no sabía qué hacer para salir de estas sombras, no sabía si alguien recordaba aún su existencia en esa casa. Sacó una pluma y comenzó a escribir una carta, no dirigida a nadie más, sino a sí misma, como una forma de desahogar las emociones que no podía compartir con nadie.
“Señor, no sé qué hacer. Siento que me estoy muriendo, no físicamente, sino en el alma. Cada día tengo que luchar contra la soledad, el abandono y el miedo que no puedo expresar en palabras. Pero tal vez lo que más temo no sea lo que Cruz hace conmigo, sino el silencio en esta casa. Todos me han dado la espalda, ya nadie me ve como una persona. No puedo vivir así. No puedo…”
Jana se detuvo, levantó la cabeza y miró a su alrededor, sintiendo como si alguien la estuviera observando. Se volvió y miró hacia la oscuridad en la esquina de la habitación, donde todo seguía en silencio, sin diferencia respecto a antes. Pero había una sensación extraña, como si hubiera unos ojos siguiéndola, observando cada movimiento, cada palabra escrita en la página. Se levantó, se acercó a la ventana y miró hacia la noche.
Bajo la débil luz de la lámpara, no podía ver claramente, pero sentía como si una figura extraña se moviera en el patio, escondida en las sombras. Un escalofrío recorrió su espalda. No sabía quién era esa persona, pero esa mirada… no era una mirada de compasión o comprensión, sino algo frío, lleno de peligro.
Jana tragó saliva, su corazón latía con fuerza. Rápidamente volvió a la mesa y miró la carta, pero ya no pudo terminarla. Parecía como si cada palabra, cada pensamiento, cada emoción fuera interrumpida por un nuevo miedo, un miedo que venía de las sombras dentro de la casa. Ya no era la dueña de esa casa. Ahora era una prisionera en el mismo espacio que alguna vez amó.