La tensión en la mansión era palpable. Los sirvientes murmuraban entre ellos, inquietos por el inminente enfrentamiento entre Pía y Ricardo. Pía, con la determinación pintada en su rostro, se dirigió al salón principal donde Ricardo la esperaba. “Ricardo,” comenzó ella, su voz firme a pesar del nerviosismo. “Necesito que me escuches. Sé que lo que hice fue terrible, pero no tuve otra opción.”
Ricardo, con la mirada fija en ella, la invitó a continuar. Pía tomó una profunda respiración y comenzó a hablar. Relató con detalle los abusos que había sufrido a manos de Gregorio, cómo había temido por su vida y la de su hijo, y cómo había llegado a la desesperada decisión de fingir su muerte. “Te amo, Ricardo,” dijo, su voz quebrándose ligeramente. “Pero entendí que no podía pedirte que cargaras con mi vida. Ahora, te dejo decidir: si no puedes perdonarme, me iré de La Promesa para siempre.”
Las palabras de Pía resonaron en la habitación. Todos los presentes quedaron conmovidos por su valentía y honestidad. Ricardo, al escuchar su confesión, sintió un nudo en la garganta. Recordó los momentos felices que habían compartido, los sueños que habían construido juntos. Se dio cuenta de que había sido un tonto al dejar que el orgullo se interpusiera en su camino. Con lágrimas en los ojos, Ricardo se levantó y se acercó a Pía. La tomó en sus brazos y la besó apasionadamente. “Nunca dejé de amarte, Pía,” susurró. “Y no pienso hacerlo ahora.”
La noticia de la reconciliación de Pía y Ricardo se propagó rápidamente por la mansión. Los sirvientes, que habían sido testigos de su sufrimiento, se alegraron enormemente. Celebraron con una gran fiesta en el jardín, donde Pía y Ricardo bailaron toda la noche. Sin embargo, su camino hacia la felicidad no estaría exento de obstáculos. Gregorio había dejado una profunda huella en la vida de Pía y en la relación con Ricardo. Sería necesario mucho tiempo y esfuerzo para sanar las heridas del pasado.