El sol empezaba a esconderse tras las sombras alargadas de los árboles del huerto cuando Curro se dirigió hacia los establos. La tranquilidad habitual del lugar se había visto rota por unos gritos agudos que helaban la sangre. Con el corazón encogido, se acercó cautelosamente y lo que encontró lo dejó atónito. José Juan, el hijo del capataz, tenía acorralada a Julia contra la pared del establo. Sus puños se cernieron sobre ella, y sus palabras, llenas de odio, retumbaban en el aire. La joven trataba de defenderse, pero era evidente que no era rival para la fuerza bruta de José Juan. La ira se apoderó de Curro al instante. Sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre José Juan, separándolos a ambos con un grito ensordecedor.
Una pelea brutal se desató en el establo. Puñetazos, patadas y empujones llenaron el pequeño espacio. La ira de Curro era tan intensa que parecía desbordarse, impulsándolo a golpear a José Juan con una fuerza descomunal. Manuel, el mayordomo, al escuchar el alboroto, corrió hacia el establo y logró separar a los dos jóvenes antes de que alguno de los dos sufriera heridas más graves. Julia, temblando y con los ojos llenos de lágrimas, se aferró a Manuel. Curro, jadeante y con el rostro ensangrentado, la miró con una mezcla de culpa y protección. “No te preocupes, Julia. No dejaré que nadie te haga daño”, prometió con voz ronca. A pesar de la intervención de Manuel, la tensión en el establo era palpable. José Juan, humillado y furioso, se alejó cojeando, prometiendo venganza. Curro, por su parte, se sentía culpable por haber perdido el control. ¿Cómo había podido dejar que la ira lo cegara de esa manera?
En los días siguientes, el incidente en los establos se convirtió en el centro de todas las conversaciones en la hacienda. Los rumores se propagaban como la pólvora, cada vez más exagerados y distorsionados. Algunos culpaban a Curro por haber iniciado la pelea, mientras que otros defendían su valentía al proteger a Julia. Manuel, preocupado por la situación, decidió investigar a fondo lo sucedido. Habló con Julia, quien, a pesar del miedo, le reveló que José Juan había estado acosándola desde hacía tiempo. El joven capataz, celoso de la atención que Manuel prestaba a Julia, había aprovechado cualquier oportunidad para humillarla y amenazarla.
Al enterarse de la verdad, Manuel comprendió el motivo de la ira de Curro. El joven había actuado por instinto, impulsado por el deseo de proteger a alguien a quien quería. Sin embargo, Manuel también sabía que la violencia nunca era la solución. Con la ayuda de Manuel, Curro buscó la manera de superar su ira y canalizar su energía de forma positiva. Se inscribió en clases de boxeo, donde aprendió a controlar su fuerza y a defenderse sin recurrir a la violencia. Además, comenzó a pasar más tiempo con Julia, ayudándola a superar el trauma que había sufrido. Con el paso del tiempo, la herida comenzó a cicatrizar. José Juan fue despedido de la hacienda, y Julia y Curro pudieron reconstruir sus vidas. Aunque las cicatrices emocionales perdurarían, ambos habían aprendido una valiosa lección: la importancia de la empatía, el respeto y la resolución pacífica de los conflictos.