En el pequeño y tranquilo pueblo, una atmósfera sombría envolvía a todos mientras la familia y amigos de Mateo se reunían para despedirlo por última vez. Las miradas llenas de tristeza se posaban sobre el ataúd, pero lo que más destacaba era la ausencia de Claudia. La chica, que había sido la luz de Mateo, ahora se sumía en el dolor y la culpa, negándose a enfrentar la realidad. Doña Inés, quien siempre había considerado a Claudia como una hija, decidió visitarla. “No puedes seguir huyendo de esto, Claudia. Mateo te necesita, y nosotros también”, dijo, con voz urgente. Pero Claudia, con los ojos rojos y una voz tan suave como el viento, solo negó con la cabeza: “No puedo. Yo soy la culpable.”
Mientras tanto, en la casa de Don Pedro, la ira se desbordaba. Él confrontó a Andrés, el mejor amigo de Mateo, acusándolo de algo aún no revelado. “¡Todo es culpa tuya! Si no lo hubieras involucrado en esto, Mateo no habría sufrido este destino”, le gritó. Andrés, lleno de culpa, no podía responder, permaneciendo en silencio con los ojos empañados de lágrimas.
En otro rincón de la historia, Marta continuaba su lucha por la justicia para Fina, la amiga que había sido abusada por Santiago en la cárcel. “¡No dejaré que se salga con la suya!” juró ante un grupo de seguidores. Pero esto la ponía en una situación aún más peligrosa cuando Santiago descubrió su plan y decidió actuar antes. Los secretos empezaban a salir a la luz, las relaciones eran puestas a prueba y la venganza acechaba. En el pueblo tranquilo, aquellos que alguna vez fueron cercanos ahora se convirtieron en enemigos, y la oscura verdad amenazaba con romper la paz que alguna vez existió.